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MUNDO

1 de agosto de 2016

Él tenía una depresión profunda. Entonces recordó a su abuelo y descubrió algo que lo cambiaría todo

Algo mucho más poderoso que los medicamentos y la ayuda de los psicólogos

Para todos sus amigos, los domingos eran días aburridos que había que pasar viendo películas. Para él, en cambio, los domingos eran la depresión en sí misma. El paso lento de las horas que inevitablemente se convertirían en el comienzo de una nueva semana, una angustia paralizadora, el deseo de dormir y despertar días después, o, mejor dicho, no volver a despertar. Estaba solo, el fin de semana había llegado a su fin, y deambulaba inquieto por los pasillos de su casa. Nada le hacía real sentido, ni la universidad, ni los amigos, ni su novia, ni su familia. Pero se odiaba a sí mismo por no ser capaz de valorar todo aquello que la vida le había dado a él.

 

-Muchas personas no tienen lo que tú tienes. -Le decía su madre cada vez que lo veía.

-Agradece que tienes salud, educación, hogar y comida. -Insistía su padre. Pero las palabras eran estériles. Él sabía que parecía no faltarle nada, sabía que tenía todo lo que muchas personas desearían tener, pero, por alguno extraño motivo, nada era suficiente. Sentía un vacío y pensaba que nada podría llenarlo.

-Es que tienes depresión. -Le aseguraba su doctor, acompañando esas palabras con recetas y muestras médicas de medicamentos. -Este por la mañana, este al almuerzo, y este en la noche. -Le indicaba, pero, nuevamente, nada parecía surtir efecto.

Tomó asiento junto a la estufa y permaneció inmóvil, presa de la oscuridad que habitaba en su mente. Estaba ahí cuando, en un acto casi automático e instintivo, recordó una de las tardes de domingo que solía pasar junto a su abuelo durante la infancia.

  Jaime Artus/Facebook

Jaime Artus/Facebook

-¿Qué ha cambiado? -Se preguntó. ¿Por qué solía disfrutar tanto y hoy me es tan difícil? ¿Qué hace que los domingos ahora sean tan desoladores?

Recordó a su abuelo balanceándolo en el columpio del jardín de la casa donde vivían, él sonreía y la vida le sonreía de vuelta. Era un niño, ajeno a las exigencias de una sociedad competitiva y exitista. Hoy, en cambio, ya no se sentía niño y las exigencias eran parte real de su vida. Entonces, inmerso en una de esas tardes, recordó un momento muy especial.

Su abuelo lo balanceaba y él, de siete años, disfrutaba cómo el viento le daba en la cara. Bastaba con sentir la brisa para ser feliz. En ese entonces, ese tipo de cosas eran suficientes.

De pronto, mientras bajaba el sol y la tarde comenzaba a enfriarse, escuchó a su abuelo llorar. Fue un llanto leve pero tan claro que no necesito oírlo dos veces. Sin embargo, no se atrevió a preguntarle qué era lo que lo entristecía. Nunca había visto a su abuelo angustiado y le dio susto saber enterarse por qué era. Tal vez la verdad sería muy dura. Entonces, algo incómodo, dejó que lo siguiera balanceando. Ya estaba oscuro.

 

Pasaron algunos minutos hasta que la incomodidad se hizo insostenible. El deseo de preguntarle qué le ocurría era altísimo, pero el temor a que la razón fuera demasiado terrible, no se lo permitía. Entonces, puso ambos pies en la tierra y frenó el columpio. Se paró, dio media vuelta y caminó hacia su abuelo. Lo miró fijamente a los ojos con la cabecita erguida y, de pronto, extendió los brazos y le dio un fuerte abrazo.

-Te quiero. -Le dijo al oído y le secó las lágrimas de la cara con la mano. -Te quiero mucho.

Su abuelo, extrañado, alcanzó a esbozar una sonrisa genuina, y él entró a la casa.

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Nunca supo por qué estaba tan triste, no se atrevió a preguntárselo y por lo tanto, su abuelo nunca le contó. Sin embargo, veinte años más tarde, sentado frente a la estufa en una profunda depresión, entendió que para su abuelo, el abrazo que le dio y el “te quiero mucho” que le dijo, valieron mucho más que la enorme intención de preguntarle qué era exactamente lo que ocurría. Entonces, inmerso en el calor de la estufa, se dijo a sí mismo una frase que lo cambiaría todo.

“La acción más pequeña, es mucho mejor que la intención más grande”.

La repitió una y otra vez en su cabeza, y finalmente, esbozó una sonrisa. El domingo había cambiado.

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